Los tiempos son cambiantes y quienes mejor expresan esa dinámica son las palabras, el lenguaje. Así hay términos que según las épocas se ponen de moda y hoy, la voz que más se utiliza y que mejor resume la escena política nacional es: GRIETA. Pero, no es la única que busca más iluminación.
La “grieta” -como toda palabra- expresa una idea, una visión de la realidad. La grieta en la Argentina resume la polarización binaria e irreductible entre dos miradas que se anulan mutuamente, pero que, al mismo tiempo, se alimentan la una a la otra. La otra característica de la grieta argentina es que la misma abarca a la mayoría del electorado.
La polarización, la brecha, que siempre opera primero en el ámbito de las ideas, no es una prerrogativa nacional. Todos los sistemas políticos, en más o en menos, asumen y contienen, en su espectro ideológico, partidos políticos que se ubican en el centro, pero también en los extremos de ese espectro que son –generalmente- los contendientes de la grieta. Pero solo algunos de esos sistemas, a través de un proceso electoral, superan esas distancias (que si bien no desaparecen), se alinean detrás de la propuesta superadora y mayoritariamente votada.
Dicho de otro modo, y muy resumidamente, todos los sistemas políticos tienen fracturas, pero no todos logran superarlas. Los que no alcanzan esa síntesis superadora, quedan atrapados en sus propias contradicciones que –generalmente- se expresan más en personas que en ideas.
¿Cuál es la principal particularidad de la grieta argentina?
Que es funcional para quienes la integran. Es útil electoralmente. Atacar al otro, a las características de la persona y no a sus ideas, es funcional, es rentable a la hora de facturar votos. Sin más, Argentina asiste desde hace décadas a la contraposición de candidaturas que se postulan para ocupar roles de poder y basan su propuesta en destacar los fracasos y los defectos de su ocasional adversario. Es todavía más “negocio” electoral, convertir al adversario en enemigo. Y el problema que encierra esa concepción de la acción política es que entre “adversarios” existe convivencia, mientras que en la interpretación “amigo-enemigo” esa convivencia es reemplazada por la necesidad de “eliminar al enemigo”. Y una sociedad que pretenda asumirse democrática nunca podrá alcanzar ese sitial si entre sus representantes predomina la intención de eliminar –hacer desaparecer- una idea, una propuesta, una persona.
La grieta es la miel en la que, golosos, quedan atrapados buena parte, no todos, de los políticos y ciudadanos argentinos.
Este concepto resume el reduccionismo binario en el que inevitablemente caen, se precipitan, nuestros debates. Debates en donde lo que predomina es la anulación de la otredad. Así, la grieta se alimenta de la revancha, del resentimiento envenenado de aquellos quienes –con pocas ideas- no tienen otra opción que anular a su interlocutor sin más argumento que aquel que expresa: “vos, sos peor que yo!!!”.
La ausencia de miradas de largo plazo, de programas, solo puede alimentar más grietas. Éstas sobreviven de la mano de los egocentrismos que al mejor estilo del mito de Narciso solo puede tener un final: la muerte.
Cuando el debate coloca el acento más en quienes lo protagonizan en vez de buscar tildar la idea, la visión; nace y se alimenta la grieta. Ésta, finalmente, cumple su ciclo vital en los personalismos; es más hija de los egoísmos que del mundo del pensamiento, o del juicio razonable.
La grieta funcional argentina, además, concentra a la mayoría del electorado. Ese clivaje (fractura) reunió en la última elección presidencial a más del 88% del electorado resumido en el 48% del Frente de Todos y el 40% de Juntos por cambio. Así, la grieta demostró que es un excelente “negocio electoral”. La misma factura bien y asegura un piso electoral que nadie quiere perder. El planteo es básico pero realista: “Si no podemos crecer electoralmente, por lo menos mantengamos nuestra base electoral”, se escucha decir en varios pasillos partidarios.
Ante este escenario, muchos nos preguntamos todavía, ¿Qué nos hace permanecer en este círculo vicioso, donde los integrantes de la grieta se anulan mutuamente con si fuesen fuerzas o vectores de similares intensidades, pero en sentidos contrarios?
Y acá surge otro termino, otra expresión que –como la palabra “grieta”- nos permite echar un poco de luz sobre fangal en donde se diluyen las esperanzas de millones de argentinos.
Y esa voz es “procrastinar”. “La procrastinación es la acción o hábito de retrasar actividades o situaciones que deben atenderse, sustituyéndolas por otras situaciones más irrelevantes o agradables. Este término esta generalmente asociado a un trastorno psicológico, físico o intelectual. El cual se acompaña de un sentimiento de ansiedad generado por las tareas pendientes”; sostiene la literatura especializada en la cuestión.
Si bien los individuos de la sociedad actual se caracterizan por desarrollar varias actividades a la vez, la procrastinación es algo muy común. Tanto así que se ha convertido en una práctica de los gobiernos, siendo ejemplo de esto cómo se posponen temas pendientes que benefician a un país por intereses de un partido.
También cuando se modifican los presupuestos para justificar el destino de los fondos, e incluso cuando se flexibilizan los horarios de atención al público por situaciones personales o sectoriales-gremiales. El procrastinador se enreda en un ciclo sin fin de actividades secundarias para no afrontar la responsabilidad que le corresponde.
Es evidente que esta práctica común tiene como consecuencia altos costos para el Estado, ya que los retrasos disminuyen la productividad de los funcionarios. Esto se traduce en menos eficiencia y eficacia de la Administración Pública y uno de los ejemplos más acabados es el debate que, por estar horas, concentra la atención pública en torno al acuerdo legislativo respecto del acuerdo celebrado entre nuestro país y el FMI.
Con tal de no comprometer escenarios futuros en los que predominarán las contiendas electorales, las distintas facciones partidarias (no llegan a ser partidos políticos o alianzas partidarias con programas de gobierno; solo acuerdan para triunfar en una elección) no dudaron en recorrer hasta el ridículo con el solo fin de ver garantizados -en 2023- sus aspiraciones electorales. O por lo menos, no embargarlas. Veamos.
Alberto Fernández o “el albertismo”. El despreciativo
El Presidente aseguró que “nadie está feliz” con el acuerdo alcanzado con el Fondo Monetario Internacional (FMI), aunque negó que implique “un fuerte condicionamiento” a la política económica de su gobierno, al tiempo que reconoció que “desprecia” al organismo multilateral de crédito.
Cuando las democracias apoyan sus bases en el acuerdo, el Primer Mandatario “desprecia” celebrar un entendimiento básico con el organismo que es quien resume y agrupa al mundo capitalista. Fue el mismo Presidente quien sostuvo, al mismo tiempo, que dicho acuerdo le permitirá a nuestro país no entrar en default.
Muy difícil de entender.
La negación del “desprecio”
Por si faltaba algún aporte adicional a la irracionalidad procrastinizadora, llego la línea dura del kirchnerismo de la mano de un improvisado e inexperto Máximo Kirchner que con “La Cámpora al poder” se conformó en la contradicción interna. Con el afán de no perder espacio en el contexto electoral y con el fin de “fidelizar” a su electorado, el joven diputado santacruceño y casi una treintena de sus colegas que le responden por las prebendas recibidas –entre ellos el “chubutense” Santiago Igon– votaron en contra del acuerdo.
Más difícil de entender todavía.
Alcones y palomas amnésicas
Tras el triste e incomprensible papel desempeñado por los anteriores actores, llegaron los representantes de «Juntos por Cambio» quienes argumentaron, sostuvieron, que acompañarán al Gobierno Nacional con el acuerdo en términos generales, pero no avalarán las consecuencias que ese acuerdo traerá aparejadas en materia de política o programa económico interno. El argumento: no avalarán el aumento o la creación de nuevos impuestos.
Cualquier ciudadano con sentido común se preguntará entonces ¿Cómo pensaban los representantes de esta alianza partidaria afrontar los compromisos anuales con pagos superiores a los 18 mil millones de dólares luego de que el Presidente Mauricio Macri recibiera el préstamo más grande en toda la historia del Fondo Monetario Internacional?
La respuesta es muy simple: ni siquiera lo pensaron
Argentina registró en 2020 un superávit comercial de 12.528 millones de dólares, cuando el intercambio comercial se vio fuertemente afectado por la pandemia de la covid-19 y el país cumplió su tercer año de recesión, y tras registrar en 2019 un superávit comercial de 15.990 millones de dólares.
El Gobierno de Alberto Fernández calcula que este año Argentina logrará un saldo positivo en la balanza comercial de 9.323 millones de dólares, con exportaciones por 85.887 millones de dólares e importaciones por 76.565 millones de dólares.
En las últimas dos décadas, el año que mejor balanza comercial tuvo la Argentina fue en 2002 luego de la explosión de la economía de la mano del tándem De la Rúa-Cavallo con algo más de 17.500 millones de dólares. Claro está que este número solo fue posible alcanzar luego de aplicar una devaluación salvaje como fue la surgida luego de la salida de la convertibilidad (baja del costo laboral) y con una significativa quieta de capital a los tenedores de deuda argentina en el exterior, entre otras medidas.
Va de nuevo la pregunta:
¿Cómo y quienes pagarían las cuotas de más de 18.000 millones de dólares que acordó la Administración de Mauricio Macri para devolver el préstamo al FMI? Claramente no ameritó un muy exhaustivo análisis y si lo exigió, primaron más las necesidades electorales inmediatas que las necesidades mediatas del país.
Mayor previsibilidad
Tal vez, un ejemplo más cercano a nuestra realidad local, lo haya dado en la semana la visita que realizó a nuestra ciudad y a Las Heras el embajador de Japón en nuestro país, Takahiro Nakamae.
El diplomático en diálogo con Argentarnoticias sostuvo que su gobierno aguarda aún que el Congreso de la Nación Argentina trate los Memorandum de Entendimiento y otros acuerdos bilaterales a saber: uno de promoción y protección de inversiones y el otro es un convenio que evite dobles imposiciones (NdelR: entendemos tributarias) firmados por ambas naciones y ya ratificados por el parlamento nipón en 2019 y 2020.
El diplomático oriental no dudo en solicitar -para un mejor ambiente de sus inversiones- mayor previsibilidad y estabilidad jurídica.
Un argumento proveniente de la tierra del sol naciente que debería ayudarnos a echar un poco más de luz a la oscura y procrastenizada política argentina.
Por Sergio Cavicchioli