Los días finales de este enero 2024 nos encuentra, a los argentinos de a pie, a las flamantes administraciones gubernamentales y a las vetustas dirigencias gremiales, enfrascados en discusiones que, no solo no son nuevas, sino, además, hipócritas y naturalmente nocivas.
Pero como siempre ocurre, en todo proceso de cambio, es en este preciso momento donde conviven nuevos y antiguos (para no decir viejos). Los nuevos que buscan establecer diferentes lógicas de funcionamiento y los antiguos que resisten. Es como un espacio en el que cohabitan aquellos que no terminan de nacer con otros, que no terminan de desaparecer.
Como la discusión -más bien disputa- es antigua, atrasa. No agrega valor. Solo construye un escenario en el que “pocos” en nombre de “muchos” buscan permanecer indemnes al flagelo de un país pobre con dirigentes ricos.
Estos “pocos” son presos de un presente al que no se animan mirar de frente. Cobardemente, recurren a la historia para justificar sus temores presentes y rescatan de ella, solo aquellos argumentos que permiten justificar su propia impotencia, en definitiva, su hipocresía.
Claro esta que esta expresión generalizada encuentra a sectores que están dispuestos a sostener la mirada, sabedores de que la vida y la dinámica de nuestra Argentina, tal como la conocemos, no permite más dilaciones. El cambio no solo es percibido como una necesidad, sino, además, fue votado. Dicho de otro modo, cambiar es un verbo que paso por la etapa del debate y ahora busca materializarse. Como consecuencia, encuentra resistencias. Fuerzas opuestas a ese sentido del cambio que, con un discurso moralizador, pretender dividir a la sociedad argentina. Vamos esta falaz división.
En estas últimas décadas hemos convivido con una forma de interpretar la historia, en la que se destacan personajes en detrimento de los procesos. Son hombres de carne y hueso los que brindan las explicaciones y el sentido a los acontecimientos que vive una sociedad, y todo, a partir de sus decisiones u omisiones. El problema de aquellos quienes entienden a la historia de esta forma, es que lo hace en desmedro de los contextos políticos, económicos, sociales y finalmente culturales (tanto locales como internacionales) en los que interactúan. Nadie en la historia es solo una persona; lo es, pero siempre rodeado de un contexto. Y los contextos condicionan. Nadie en la historia toma decisiones únicamente a partir de su impronta personal, lo hace enmarcado en el tiempo histórico que le toca en suerte vivir.
Hay dos problemas, en principio, que esta mirada sobre la historia trae aparejada. Como lo importante es la persona (quien gobierna) y no los procesos, esos personajes adquieren la valoración de los “buenos”, quienes gobiernan en contra de los “malos”. Dicho de otro modo, moralizan sus discursos con el fin de legitimar sus administraciones, pero solo a partir de sus decisiones. La otra, y no es menor, es que con el fin de sostener esa legitimidad, ese apoyo, la exigencia de participación se traduce en militancia hacia la persona y no hacia una idea y, además, es militancia rentada. En la mayoría de los casos.
Así, la militancia tiene como eje fundamental de su accionar, entre otros, la búsqueda constante de hechos en el pasado que le permitan justificar sus propias acciones y la de sus gobernantes, a los que adhieren bajo premisas que se asemejan más a planteos mesiánicos que a argumentos razonados. Esta concepción, así descripta, es un vicio más que una virtud. ¿Por qué? Porque en la historia buscamos entender procesos y decisiones que se adoptaron bajo esos contextos con sus respectivas complejidades. Y esa búsqueda, es requisito excluyente, realizarla a través de un método científico; mediante la identificación de hechos que puedan ser contrastados empíricamente con investigaciones y documentos. Así entendida, buscar en la historia una explicación a hechos ocurridos en el pasado más que una justificación a las acciones que desempeñamos en el presente nos posibilita, además, alejarnos del “simplismo” o “reduccionismo” al que se han acostumbrado los profetas de la justificación.
Quienes se resisten a los cambios que demanda esta Argentina empobrecida, son aquellos quienes comulgan con esta versión moralizante y militante de la historia. Es decir, pretenden erigirse en los “buenos” que, después de décadas de silencio cómplice, dicen “defender” a un pueblo que no solo no los votó, sino además, que los interpela por haber sido parte de quienes co-condujeron al país al recorrido de un camino de pobreza y exclusión.
Pero pongamos nombre y apellido. Es la dirigencia gremial argentina, por un lado, y buena parte del peronismo-kichnerismo, por el otro, los que, teniendo a trabajadores en calidad de afiliados cautivos, casi en calidad de súbditos, se activan en el presente urgando de manera militante en un pasado que los tuvo como protagonistas. Esa complicidad político-gremial en la deconstrucción de la Argentina durante las últimas décadas, es la que buena parte de esa nociva dirigencia intenta borrar de la memoria colectiva. Para ello viaja a un pasado selectivo y hace una conveniente extracción de personajes que les posibilita justificar su incómodo presente.
Son los mismos referentes que, desde hace décadas, gozan de los beneficios del ejercicio de posiciones dominantes en roles de poder, garantizando para ellos mismos y sus descendencias, jugosas riquezas que solo pudieron ser construidas a espaldas de los trabajadores que dicen representar. Es más, muchos de ellos sostienen esas jerarquías a pesar de haberse travestido en prósperos empresarios a los que ni los gobiernos no-peronistas se le animan; por lo menos para conocer cómo se amasaron tamañas fortunas.
Una vez más, somos testigos de cómo la dirigencia gremial argentina vuelve a utilizar el mismo mecanismo de desgaste, de erosión, que pone en acción cada vez que un partido no peronista gobierna los destinos del país. Se encolumna detrás de una sola bandera sin que las diferencias opaquen el objetivo primordial: deslegitimar a la administración que gobierna. Para el caso, la de Javier Milei. A diferencia de lo que ocurre cuando quien ejerce el gobierno es alguna facción filo peronista, en donde la dirigencia gremial nacional apela a la figura de pinzas. Una de las mordazas de esa pinza acompaña y la otra cuestiona a una administración de su mismo signo partidario.
A diferencia de otros momentos históricos, esta dirigencia política-gremial ejecuta su estrategia en un contexto diametralmente distinto al de épocas pasadas. Ahora, casi el 56% de la sociedad argentina quiere un cambio, y ese cambio los incluye.
Por Sergio Cavicchioli